La Dehesa. El Real de San Vicente
Los bosques de robles y castaños de la sierra de San Vicente son una de las reliquias forestales de los espacios naturales de Castilla-La Mancha. Al pie de ruinas templarias y castros vetones habitan robles melojos y castaños monumentales que se estremecieron con las batallas entre moros y cristianos; y mucho antes entre romanos y lusitanos. Los canchales graníticos de estas amables montañas que dominan la interminable llanura toledana, regada por el Tajo, el Alberche y la acogedora vega del Tiétar, fueron la atalaya inexpugnable donde se refugió el guerrero lusitano Viriato durante su dura campaña contra las legiones romanas. Antes de jurar odio eterno a los romanos, Viriato era un pastor que logró sobrevivir a la matanza impuesta por el pretor Galba a los habitantes indígenas de la sierra, en el año 152 a.C. El gran mito ibérico, que durante ocho años fue la peor pesadilla de la mayor maquinaría militar de la época, tenía el centro de operaciones en los bosques del Monte de Venus, como llamaban los gobernadores de Roma a la sierra de San Vicente, el inviolable escondite de sus indomables enemigos. La traición de Audax, Ditalco y Minuro, sus más estrechos colaboradores, provocó la muerte de Viriato en algún paraje desconocido de la sierra de San Vicente. Cuando los tres traidores reclamaron la recompensa, el gobernador de Roma dijo la famosa frase “Roma no paga a traidores”.
El paso de los siglos ha cambiado muy poco la fisonomía vegetal de las montañas y los bosques que acaparan los valores naturales y ecosistemas de la sierra, a pesar de la constante presencia de campesinos y ganaderos en todas las geografías serranas. Los pueblos que han habitado en la comarca toledana han buscado precisamente protección y refugio en la frondosidad del bosque, preocupándose de su existencia, desarrollo y conservación. Los agrestes relieves y la espesura de los robledales hicieron prácticamente impenetrable esta fortaleza natural. En tiempos más recientes, el tránsito por la Cañada Real Leonesa Oriental, que dibuja su trazado pecuario por la ladera norte y oeste de la sierra, y el Cordel de las Merinas, que cierra la red de vías pecuarias por el este, han generado el paso de miles de cabezas de ganado merino, poniendo en grave peligro la existencia del bosque autóctono y dejando una huella clara de su devastador efecto sobre la prosperidad de las masas forestales. Para abrir terreno de pasto dentro de robles y castaños, los pastores cortaban uno a uno los árboles, dejando un ejemplar testigo cada veinte o treinta metros. Cuando pasó la época de la trashumancia y la Mesta dejó de ejercer influencia en la comarca, los bosques se fueron regenerando hacia su estado natural y ahora resulta curioso ver esos enormes robles retorcidos y nudosos de más de quinientos años, que se salvaron de la tala y voracidad de las merinas, entre centenares de robles jóvenes que todavía están en su primer siglo de existencia.